Francisco José I (1830-1916), presidia un imperio de preguntas sin respuestas, el emperador aun con todos sus títulos, era un hombre de lo más normal, un oficinista meticuloso que vestido siempre con su uniforme de caballería, se pasaba largas horas sentado en su escritorio del palacio vienes de Hofburg garabateando comentarios y decisiones en los márgenes de un sinnúmero de expedientes. Verdadera encarnación del servicio y el deber, era disciplinado, como esperaba que fuesen sus funcionarios, pero sólo se lo veía contento cuando podía tomarse tiempo libre para visitar a su amante, Katharina Scharatt, en la villa imperial de Bad Ischl, donde le gustaba vestir trajes regionales y caminar por las montañas. Desde los retratos oficiales, Franciso José I, con sus ojos fríos y acuosos, lo observaba todo y a todos: colegiales, funcionarios y parejas casada en la cama.
Mientras el emperador seguía funcionando como un muñeca mecánica, una sensación de vacío y falsedad ocupaba el centro de toda esa magnificencia estucada. Solo el mito griego podía haber producido una familia más disfuncional y más notoriamente inmoral que la de Franciso José. La emperatriz Isabel (1837-1898), más conocida como Sissi, tenia un aura romántica, pero su vida fue una larga serie de ataques de mal genio, crisis de anorexia y largos y erráticos viajes por el Mediterráneo en busca del elixir de la eterna juventud. Su popularidad solo se salvó cuando un anarquista la mató en Ginebra de una puñalada. Rodolfo, el príncipe heredero, un hombre brillante y de mentalidad progresista, se suicidó, tras matar de un disparo a su amante, en el pabellón de caza del castillos de Mayerling en 1889; su primo, el jovial archiduque Otto (que una vez se presento en sociedad "vestido" solo con el sable), estaba tan destrozado por sífilis que tenía que ponerse una nariz de cuero cuando aparecía en público, En cuanto al heredero, el zafio archiduque Franciso Fernando, puede decirse que el emperador lo odiaba cordialmente.
Años de vértigo
Philipp Blom
Cultura y cambio en Occidente 1900-1914
Anagrama
Austria era un Estado antiguo, gobernado por un emperador vetusto y administrado por ministros viejos, un Estado sin ambiciones que no tenía otra aspiración que la de conservarse intacto dentro del espacio europeo a fuerza de ir rechazando todo cambio radical; por eso mismo, a los jóvenes , que por instinto siempre desean cambios rápidos y radicales, se les consideraba como un elemento peligroso al que había que mantener bajo llave o, al menos, contener el mayor tiempo posible. De modo que no había ninguna razón para hacernos agradables los años de escuela; cualquier forma de progreso nos la teníamos que ganar a fuerza de esperar y mostrar paciencia.
Una vez se dio un caso excepcional e inaudito: Gustav Mahler fue nombrado director de la Ópera de la Corte a los treinta y ocho años. Sin poder salir de su asombro, toda Viena resonó con comentarios llenos de pavor de que se hubiera confiado la primera institución artística del país "a un hombre tan joven" (todo el mundo se olvidó de que Mozart había concluido la obra de su vida a los treinta y seis años, y Shubert, a los treinta y uno). Esta desconfianza hacia los jóvenes se extendía a todos los estamentos.
Mientras que hoy, en esta época nuestra tan radicalmente transformada, los hombres de cuarenta años hacen lo posible para aparentar treinta y los de sesenta, cuarenta; mientras que hoy la juventud, la energía, el espíritu emprendedor y la confianza en uno mismo son cualidades que ayudan al individuo a abrirse camino hacia el ascenso, antes, en la época de la seguridad, todo aquel que quería prosperar tenía que disfrazarse lo mejor que pudiese para parecer mayor. Los periódicos recomendaban específicos que aceleraban el crecimiento de la barba, los médicos de veinticuatro o veinticinco años, que acababan de licenciarse, lucían barbas frondosas y se ponían gafas doradas, aunque su vista no las necesitara en absoluto, y todo con el único propósito de causar a sus pacientes la impresión de "experiencia". La gente vestía levitas largas y caminaba con paso pausado, y, si era posible, adquiría un cierto embonpoint que encaraba esa gravedad anhelada, y los ambiciosos se afanaban en anular, aunque solo fuese exteriormente, su juventud, una edad sospechosa de poco sólida.
El Mundo de ayer
Stefan Zweig
Memorias de un europeo