CUANDO desembarcó en Santa Cruz de Tenerife, camino de la isla de Fuerteventura, adonde Primo de Rivera le había desterrado, varios intelectuales tinerfeños le invitaron a conocer los alrededores de la ciudad. Echaron a andar, pendientes todos de lo que el maestro iba explicando. Al pasar cerca de una tapia don Miguel vio un excremento, sobre el que había un papel.
-Por aquí-comentó-ha pasado la civilización-
Y, sin más escolios, volvió a lo muy interesante que "Unamuno iba diciéndole a Unamuno".
Le placía discutir, pero siempre que alguien trataba de conocer su opinión respecto a un determinado asunto o problema, adoptaba lo que los esgrimistas llaman una "guardia cerrada", y consitía en desconcentar al preguntado con otra pregunta.
-¿Qué piensa usted del comunismo, Maestro?
-Sepamos antes- ajustándose los lentes sobre la nariz-lo que entiende usted por comunismo.
O bien:
-¿Cree usted, maestro, que debemos admitir la inmortalidad del alma?
-Dígame, primero, lo qué es alma y hablaremos.
En su réplica solía pecar de cáustico o de injusto. La muerte de Valle-Inclan la glosó así: "Reconozco que no le faltaba cierta imaginación". Y cuando en el saloncillo del Teatro Español, Federico García Sanchiz, recién llegado de América, le habló de sus "Charlas": "Si-le dijo-, ya sabía que andaba usted por ahí chisporroteando".
Fue don Miguel de Unamuno un gran pensador torturado por la idea de morir. También era un orgulloso y absorbente homocentrista. "Ego Unamuno" fue su divisa. "Salamanca- dice en una carta dirigida a Ramiro de Maeztu-está llena de mí"- Y esa egolatría, este altísimo concepto que tenía de su Yo, le incapacitaba para crear tipos que no actuasen y hablasen como él; y así, aunque escribió novelas, nunca fue un verdadero novelista.
Un hombre que se va...
Eduardo Zamacois
Unamuno en Fuerteventura |
No hay comentarios:
Publicar un comentario