El alcance al que podía llegar el respeto a los uniformes y el porte militar se demostró el dieciséis de octubre de 1906, cuando un capitán del ejercito ordenó a un pelotón que se dirigía a los cuarteles que lo siguiera, lo hizo subir a un tren y entró con todos los soldados en el Ayuntamiento de Köpenick, cerca de Berlín, donde arrestó al alcalde y lo mandó a la capital con escolta, confiscó la caja registradora, extendió un recibo, ordenó a los soldados que permanecieran en sus puestos, abandonó el edificio y se esfumó. Cuando seis semanas después lo arrestaron, el culpable, un tal Friedrich Wilhelmen Voigt, resultó no ser ni haber sido nunca militar. En cambió se había pasado veintinueve años en la cárcel por diversos casos de hurto y fraude, sencillamente se había hecho él mismo el uniforme (de capitán del Primer Regimiento de la Guardia de a pie) comprando las distintas prendas en casas de empeño locales tras dedicar un par de semanas a buscarlas. Con el porte glorioso que daban las hombreras, el bribón se convirtió en un dios. Al ver que un oficial entraba en su despacho el desafortunado alcalde de Köpenick se había puesto de pie de un salto, con los dedos pegados a la costura del pantalón y más que dispuesto a acatar las órdenes. Voigt, al encontrar dormida al policía de guardia en el ayuntamiento, lo reprendió severamente, con un tono de auténtico oficial, y el agente, temblando, le prometió que en adelante tendría más cuidado. Los soldados habían seguido al desconocido capitán sin ni siquiera enarcar una ceja. Es evidente que Voigt disfrutó del espectáculo: tras huir con más de cuatro mil marcos y despachar a sus prisioneros a Berlín en tren, no pudo resistir la tentación de volver a la capital, instalarse en un café frente a la comisaría, contemplar la llegada de los presos escoltados y ver cómo la confusión general se adueñaba del lugar.
Lo condenaron a cuatro años de cárcel, pero el Káise en persona no tardó mucho en indultarlo; por lo visto, tuvo la cortesía de encontrar el incidente enormemente divertido. El capitán de Köpenick se convirtió en un fenómeno. Apareció una biografía suya, se imprimieron miles de postales y, tras ser puesto en libertad, el antiguo embaucador empezó a ganarse muy bien la vida con apariciones públicas en ferias y clubs nocturnos donde contaba su historia y firmaba autógrafos. Incluso emprendió una gira; saliendo de Dresde, llegó hasta Viena y Budapest, y en Londres, el público, tras pagar la entrada, pudo admirar su estatua de cera, con uniforme de capitán, en el Museo de Madame Tussaud.
Aunque la atrevida broma de Voigt se tiñó con toques sensacionalistas para regocijo de toda Europa, sólo fue posible gracias al ya existente mercado de imágenes de la virilidad heroica y de su icono principal, el Káiser. Antes que él, ningún gobernante había explotado con tanto placer los medios de comunicación, y no hubo otro monarca que se aplicara tanto a proyectara una imagen de heroica masculinidad. Al anciano emperador austriaco Francisco José I se lo veía generalmente de uniforme, pero sin armas y con pocas medallas, una imagen de autoridad debida más al bigote blanco y su firme mirada; a Eduardo VII, el rey jovial y famoso por la promiscuidad, apenas se lo veía de uniforme; en cambio, el casi enano zar Nicólas II se deleitaba en su pasión por los alamares, los galones dorados y la condecoraciones militares. Así y todo, ni el zar podía competir con las poses soberbias de su primo alemán.
Años de vértigo
cultura y cambio en Occidente,,1900-1914
Philipp Blom
Anagrama
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