Esa noche le hizo una visita en secreto el cerrajero Chizhikov, quien había trabajado junto a él en el área de cuarentena.
-Los alemanes quieren poner en marcha las cámaras de desinfección del centro de cuarentena, pero no consiguen hacerlo-le informó-. Los viejos planos han desaparecido y muchos de los equipos están fuera de servicio. Parece ser que alguien mencionó vuestro nombre. No obstante, le quiero avisar que no parece que se propongan utilizarlas para labores de desinfección. Alcancé a ver cómo hacían las primeras pruebas: introdujeron a Isaak Nudelman en una delas cámaras y poco después sacaron su cadáver y lo arrojaron al mar.
Efectivamente, los alemanes convocaron al doctor Filev y le ordenaron poner en marcha las cámaras de desinfección.
-Queremos desinfectar a tus paisanos antes de que emprenda el viaje-le explicaron.
-No lo haré -respondió secamente el médico.
Entonces los alemanes lo arrestaron junta a su esposa. Cuando los conducían a través de la calle principal de la ciudad, un soldado rumano le arrancó el gorro de piel que le cubría la cabeza. El viento de otoño revolvió la espesa cabellera blanca del anciano. Todos los que se cruzaban con ellos - y no había un solo vecino de Feodosia que no conociera la doctor- se descubrían las cabezas, pues sabían adonde conducían a aquellos dos ancianos. Ambos pasaron junto al centro ambulatorio que llevaba el nombre de Fidelev, junto a la fábrica de tabaco, puesto en marcha por él, junto a numerosas guarderías de las que era el máximo responsable.
El matrimonio Fidelev no fue conducido a la cárcel; los encerraron en el sótano de la policlínica. Probablemente los alemanes sometieron al anciano a los más crueles tormentos, pero Fidelev se mantuvo en sus trece y se negó a poner en marcha el viejo centro de cuarentena. Unos días más tarde los alemanes ataron al matrimonio con un trozo de cable de teléfono y los arrojaron a una fosa abierta en el patio de la policlínica, la misma a la que se solía bombear el agua que anegaba de tanto en tanto los sótanos del edificio. La bomba que sacaba el agua de los sótanos tardaba unas ocho horas en llenar la zanja hasta cubrir a un hombre. La mujer encargada de la limpieza del hospital, quien vivía en el patio anejo a la policlínica, puedo ver a través de una grieta en la empalizada cómo los alemanes arrojaban a la fosa a los ancianos atados y escuchó el largo y penoso trabajo del motor eléctrico que bombeó agua durante toda la noche hasta cubrirlos.
El doctor Fidelev acabó ahogado en el barro líquido que llenó la fosa. Había dedicado toda su vida a enfrentar los peores flagelos de la humanidad, las enfermedades, y no vaciló cuando le tocó encontrarse cara a cara con una nueva infección que no era la peste bubónica ni las enfermedades pulmonares, sino "la peste parda".
Los alemanes que ocuparon Crimea fueron aplastados por el Ejercito Rojo y arrojados al mar. Ahora vuelve a estar abierto en la ciudad el hospital que lleva el nombre del doctor Fidelev
EDITOR: A.DERMAN
EL LIBRON NEGRO
VASILI GROSSMAN E IIYÁ EHRENBURG