miércoles, 8 de marzo de 2017

RÉQUIEM PARA UN LABURANTE

Cruzaba el cementerio en medio del viento, del sonido de las ramas a su merced, de la soledad de un día de semana al atardecer. Cerca de los crematorios, un hombre inclinado sobre una tumba cambiaba flores. Hablaba solo, o con la melancólica compañía del recuerdo de alguien. Volví a mi padre, era como si haber escrito no me alcanzara, pensé terminar la novela podía ponerle fin al asunto y que publicarla me iba a permitir pasar a otra cosa. Me di cuenta de que mi madre no iba a poder hacer lo que ese hombre estaba haciendo, no iba a poder cambiar las flores de la tumba de mi padre. Cuestioné su decisión de ser cremado, de no quedar en ningún lugar para fomentar no sé qué negocio. Luego sonreí, y lo nombré en voz baja. Inmediatamente pensé en el padre de mi amigo Alfonso, luego en mi amigo, y finalmente en mí. Lo que pensé me pareció en principio hermoso, pero después me quedé desolado. Pensé algo así: el único reconocimiento que puede recibir una persona, si hizo las cosas más o menos bien para unos pocos, es alguien inclinado sobre una sepultura, murmurando un rezo cotidiano y torpe, intentando inútilmente mantenerlo vivo en el recuerdo. Una plegaria humana, tartamuda, un monólogo acostumbrado, que se va haciendo inevitablemente frío. El acto doméstico, universalmente repetido, de reemplazar las flores de una tumba.

HASTA QUE PUEDA QUERERTE SOLO
PABLO RAMOS

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