El zar Alejandro I cabalgaba sin prisa por la calle Tverskaya de Moscú, flaqueado por tres generales, de vuelta de unas maniobras en Jodinki. Su rostro amable tenía rasgos suaves y romos que revelaban fatiga y tristeza. Cuando pasó junto a nosotros me descubrí y levanté el sombrero a modo de saludo. Sonriendo, el zar me saludó a su vez con una inclinación de cabeza. ¡Qué diferente con su hijo Nicolás I, quién siempre me pareció una medusa desgreñada y bigotuda! En la calles o en la corte, rodeado de sus hijos y ministros, sus cortesanos y damas de honor, Nicolás I siempre buscó que su mirada tuviera el mismo poder que los ojos de las serpientes de cascabel y consiguiera helar la sangre en las venas de quién tuviera delante. Se cuenta que, en una ocasión, Nicolás se encontraba rodeado de los suyos, es decir, de dos o tres jefazos de la policía secreta, tres o cuatro damas de honor y otros tanto generales, y decidió probar la potencia de su mirada con su hija María Nikoláyevna. Ella guarda una gran semejanza con su padre y su mirada recordaba la terrible expresión de él. La hija resistió con valentía la mirada paterna. Este palideció, temblaron sus mejillas y sus ojos se clavaron con mayor fuerza aún en la muchacha. María no cedió. Las damas de compañía y los generales que presenciaban aquel duelo caníbal no se atrevieron ni a respirar. Nicolás se puso de pie: había comprendido que su hija era un hueso muy duro de roer.
El PASADO Y LAS IDEAS
Alexandr Herzen
El Aleph editores
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