Cuando en una calle de Moscú se encuentra uno arrimado a la cera a un tipazo mugriento, barbudo, con una pelambrera piojosa cayéndole sobre los hombros, los grandes ojos azules mirando espantados el espectáculo callejero, los brazos caídos a lo largo del cuerpo la testa oscilante mientras los labios torpes intentan vanamente articular unos sonidos humanos entre eructos de aguardiente, ya se sabe, es un pope.
Yo no sé si antes de la revolución sería así también. Sospecho que la embriaguez habitual es una de las tradiciones más características del clero ruso, a juzgar por las referencias literarias que de él tenemos. Lo que es ahora decir pope es decir borracho. La tragedia de la iglesia ortodoxa dentro del régimen soviético es una tragedia disuelta en alcohol. El pueblo ruso era, y sigue siéndolo, el pueblo más religioso del mundo, no es una religiosidad militante, disciplinada y concreta sino una mezcla de superstición y idolatría tan arraigada en el alma rusa que hasta los bolcheviques se detuvieron prudentemente antes de atacarla fondo, quizá por temor a una explosión de ese sentimiento religioso arraigado en el alma del pueblo ruso o para evitar esa aureola de mártir alrededor de sus victimas en la que la iglesia es maestra. Hace once años que la vida se le hace imposible al pobre pope ruso. Si subsiste es porque, por lo visto, la clase sacerdotal tiene una vitalidad superior a la del resto de los mortales.
La vuelta a Europa en avión
Manuel Chaves Nogales
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