Manuel Azaña se había colocado ante los cristales de un balcón cerrado que daba a la plaza de Tetuán. Era alto , con el pecho corpulento, la cabeza grande, canosa y medio calva, embutida sin cuello en el torso, y sobre la piel grisácea del rostro brillaban unas cuantas verrugas. Llevaba gafas de oro y, al hablar, sus labios carnosos mostraban una dentadura difícil cuya compostura tuvo que requerir cuidado. Me parece recordar que, en un gesto que inicio con su mano blanca, vi en su anular la cintilla del anillo nupcial, y éste era, en todo caso, su único adorno.
En plena furia electoral, Azaña había hablado en Valencia, en el campo de Mestalla, convertido en comicio multitudinario. Aparentemente impasible dijo allí lo que creyó que debía decir, sin que el clamor, y la presión, de los que le escuchaban le hicieran salirse de sus rieles. Su prestigio era grande y en él no había constituido ingredientes ni la simpatía ni la demagogia. Ahora, como jefe del Estado, lo oímos en el paraninfo de la universidad uno de sus últimos discursos. Era enero de 1937. Y cuando Azaña terminó diciendo, con un imperceptible quebranto de voz: "Vendrá la paz y vendrá la victoria. Pero la victoria será una victoria impersonal...No será un triunfo personal, porque cuando se tiene el dolor de español que yo tengo en el alma, no se triunfa contra compatriotas, y cuando vuestro primer magistrado erija el trofeo de la victoria, seguramente su corazón de español se romperá, y nunca se sabrá quién ha sufrido más por la libertad de España". Entonces, digo, todos sentimos, como escribió Angel Gaos en nuestra revista, como si el dolor majestuosos del pueblo destrozado cayera sobre nosotros. A mi lado, María Zambrano musitó como una niña: "¡Don Manuel, don Manuel!". Tenía los ojos húmedos. Es lo que algunos, aún en momentos de tensión tan eficaz, llaman sensiblería.Fútiles en su desplante, viven sin haber cosechado lo más acervo: la compenetración de la esperanza con el dolor.
Memorabilia
Juan Gil Albert
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