lunes, 2 de enero de 2012

EL VINO DETIENE LA MAQUINARIA BÉLICA RUSA


En Hungría, durante la Segunda Guerra Mundial, el ritmo del ataque de los rusos disminuyó en dos frente; cuando las tropas soviéticas llegaban a las regiones donde había  buen vino, los oficiales solo a duras penas conseguían convencer a los soldados de que siguieran, y hasta tenían que pedir refuerzos. Así ocurrió en las dos regiones vitivinícolas de las montañas del Mátra y del lago Balaton. Todos sus actos eran así de imprevisibles.
Golpeaban el suelo de las bodegas con las culatas de los fusiles y allí donde sonaba hueco empezaban a cavar hasta que daban con él.

Los rusos tenían todo lo que hacia falta para la guerra, pero ese todo era diferente, menos mecánico, menos reglamentario. Era como si un gran circo ambulante, temible y misterioso, hubiese salido desde algún punto lejano y desconocido del Este, desde Rusia. Ese circo ambulante, era en realidad, una de las maquinarias bélicas más inmensas de la tierra. Y los que la dirigían lo hacían de manera excelente, aunque totalmente incomprensible para un extraño: todo estaba en su sitio, en medio del caos y el desorden aparentes todo funcionaba.
A veces pasaban varios días sin que viéramos un ruso, y de repente llegaban a montones, atravesaban el pueblo con sus vehículos motorizados o sus carros, con el pelo alborotado como si fueran gitanos. Llegaban  en trenes militares, y la infantería se presentaba sobre innumerables carros que avanzaban en fila, con los oficiales y los soldados echados sobre montones de paja, con mujeres soldados e incluso muchachos soldado, de doce a trece años ataviados con sus uniformes y la distinción de su grado.

¡TIERRA, TIERRA!
SÁNDOR MÁRAI

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