viernes, 3 de diciembre de 2010

LOS TÁRTAROS EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

Pensaba en los soldados de Guerra y paz, en los caminos de Rusia, sembrados de cadáveres rusos y franceses y de carroñas de caballo. Pensaba en ese olor de hombres muertos, de animales muertos; en los soldados de Guerra y paz, abandonados aún con vida a un lado del camino, a merced del pico rapaz de los cuervos. Pensaba en los caballeros tartaros, en los caballeros de Amur, armados con arco y flechas, a los que los soldados de Napoleón llamaban les Amours, en esos infatigables, velocísimos y terribles caballeros tártaros que surgían de los bosques para flagelar la retaguardia enemiga, en esa antigua y noble raza de caballeros que nacían y vivían con los caballos, que se alimentaban base de carne de caballo y leche de yegua, que se vestían con piel equina, dormían bajo tiendas de cuero de caballo  y se hacían enterrar montados sobre sus sillas en fosas profundas, a lomos de sus caballos.
Pensaba en los tártaros del Ejercito Rojo, que son los mejores mecánicos de la URSS, los más audaces en su trabajo, los mejores udárniki y stajánovts, la punta de lanza de los "escuadrones de asalto" de la industria pesada soviética. Pensaba en los tártaros del Ejercito Rojo, que son los mejores pilotos de carros de combate y los mejores mecánicos de las divisiones acorazadas y de la aviación. Pensaba en los jóvenes tártaros a quienes los tres planes quinquenales han transformado de caballeros en operarios mecánicos, de pastores de caballos en udárniki de las plantas metalúrgicas de Stalingrado, Járkov y Magnitogorsk.

Kaputt
Curzio Malaparte

Estoy disfrutando con la lectura de este libro de Curzio Malaparte. Cuando escribe "los  prisiones que los tártaros atan a  los cadáveres, abdomen con abdomen, cara con cara, boca con boca hasta que el muerto se come al vivo" me recordó el poema, Crónica, de José Carlos Llop.

CRÓNICA

A finales de la II Guerra
cuando los soldados tártaros del ejercito Rojo
apresaban a un enemigo,
no lo mataban enseguida
pues en Tartaría son los muertos
los que matan a los vivos.
Ataban entonces al prisionero
al cadáver de uno de sus compañeros
él ya no volvería a galopar
por las estepas de Asia,
ni a cazar al alba
con el silbido del viento,
ni a dormir con su familia
al calor del fuego.
Los ataban frente a frente,
boca a boca, cuerpo a cuerpo,
como amantes en su primera noche.
Y la putrefacción del cadáver
conducía al soldado,
en un abrazo lento y letal,
hasta el reino de los muertos.
Evitaré detalles que son fáciles
de imaginar; el hedor, los gusanos
y el horror del soldado preso.
Algo así nos espanta ahora,
sin pensar que  nuestra vida
es la condena a morir abrazados
al cadáver descompuesto
de ése que fuimos
en los días que galopábamos
por las estepas de Asia
y las mujeres nos amaban
en una tienda hecha de pieles,
mientras los, allá arriba,
escribían con luz fría
nuestro destino de hombres
enfrentados a su sombra.

José Carlos LLop

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