Y pienso en el pasado: en lo ordenado, limpio y sensato que parece; y sobre todo, qué ligero. Sentado en un salón amarillo y bien iluminado, pienso en el pasado, pero en relación con él me parece estar sentado en la oscuridad. Recuerdo que mi padre se levantaba a las seis. Se baña y sale a hacer cuatro hoyos de golf antes del desayuno. El campo es ondulado y tiene una bella vista al mar. Se viste para trabajar y toma un desayuno generoso: pescado con huevos fritos y patatas, o bien un par de chuletas. El perro y yo lo acompañamos a la estación, donde me entrega el bastón y la correa del perro y sube al tren entre amigos y vecinos. Sus negocios son sencillos y rentables. Al mediodía toma unos bizcochos con leche en el club. Vuelve en el tren de las cinco, subimos todas al Buick y nos vamos a la playa. Tenemos una casita, una construcción sencilla sobre pilotes de madera, azotada por los vientos del mar. Hay vestuarios para cambiarse y una chimenea para los días de lluvia. Nos cambiamos y nos bañamos en el mar verde, oscuro, salitroso. Luego nos vestimos y cenamos juntos, impregnados de olor a sal, en el sombrío comedor. Terminada la cena, mi madre coge el teléfono. "Buenas noches, Althea-dice a la operadora-. Por favor, ¿Me pones con la heladería del señor Wagner?" El señor Wagner recomienda el sorbete de limón y poco después nos trae medio kilo en una bicicleta que tintinea en el crepúsculo estival como si tuviera campanillas. Tomamos el helado en el patio trasero, leemos, jugamos al whist, deseamos que el lucero nos traiga un reloj de oro con cadena, nos damos las buenas noches y a dormir. Parecían los comienzos de un mundo, cada día era una mañana; y si hubo un incidente que pudiera considerarse un punto de inflexión, diría que fue cuando mi padre, al salir hacia su golf matinal, halló a su querido amigo y socio ahorcado en un árbol de la calle del tercer hoyo.
John Cheever
Espero que el perro haya subido con el bozal y con la guía sanitaria
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