martes, 23 de febrero de 2010

LA FAMILIA MOSKAT


-Ida, ¿tú crees en la vida después de ésta?
-¿Y tú?
-Yo sí creo.
- Tienes suerte. Para mí, el hombre no es más que una hoja de un árbol.






Esta es la historia de la familia Moskat, una crónica de los judíos de Varsovia, que se extiende desde principios del siglo XX hasta la entrada de los nazis en la ciudad, 1939. En ella se cruzan infinidad de historias y personajes, sin que por ello se pierda nunca el hilo de la narración. Pasiones, celos, envidias, religión; en definitiva la condición humana en estado puro.
En esta novela de cerca de ochocientas paginas no sobra ni una coma. Y siempre como fondo la temática judía. En definitiva, la religión, una más de las condiciones humanas, eso si, la más divina. Los judíos más ortodoxos; -chassidim- con sus bailes, sus rezos, sus matronas con peluca; utilizan la religión como una forma de vida, y con todas sus esperanzas puestas en el más allá. En cambio, los judíos sionistas y socialistas, tienen sus pensamientos puestos en los problemas que oprimen al perseguido pueblo judío de principio de siglo, y, siempre con la mirada puesta en la creación de un estado en Palestina. Nada nuevo bajo el sol. Y como fondo Varsovia, magníficamente retratada por Isaac Bashevis Singer.

El carruaje giró hacia la plaza Gzhybov, y todo cambió abruptamente. Las aceras aparecían repletas de judíos con gabardinas y pequeñas gorras de paño, y mujeres con pelucas y chales sobre la cabeza. Hasta los obreros eran diferentes. Se notaba en el aire el vaho del mercado: frutas podridas, limones, y una mezcla de olor a dulce y alquitrán que no podía describirse y que sólo sorprendía a los sentido cuando uno volvia al lugar después de una temporada de ausencia. La calle era un continuo ajetreo de ruido y actividad(...) Aunque la tarde era cálida, los comerciantes llevaban levitas, de cuyo cinturón colgaban grandes bolsas de cuero para el dinero. Los vendedores permanecían sentados en cajas, en bancos y en los umbrales de las puertas. Los tenderetes estaban iluminados con farolas, algunos con candelas vacilantes colocadas en los bordes de las cajas de madera. Los clientes cogían y pellizcaban las frutas o les daban pequeños mordisco de prueba relamiéndose para comprobar el gusto. Los tenderos pesaban las compras en pequeñas balanzas.

El joven cruzó al otro lado de la verja que separaba la estación de la calle. Por el ancho bulevar, pavimentado con adoquines rectangulares, rodaban los carruajes, con los caballos que parecían cargar directamente contra los grupos de peatones. Chirriaban los tranvías, pintados de rojo. En el aire húmedo flotaba un olor a carbón, humo y tierra. Los pájaros volaban en la luz tenue, moviendo las alas. A lo lejos se veían una fila tras otra de edificios, los cristales de sus ventanas reflejaban la luz del día con un brillo plateado y plomizo o dorado brillante al paso del sol poniente. Penachos azulados de humo subían desde las chimeneas. Algo, olvidado hacía tiempo pero familiar, parecía estar en el aire: los tejados desiguales, los palomares, las ventanas de los áticos, los balcones, los postres del telégrafo con sus cables unidos.

Un desfile funerario se abría camino por medio de todo. A la cabeza iba un sacerdote corpulento con sobrepelliza bordeada de encajes, leyendo rezos de un libro que llevaba abierto. Detrás de él iban cuatro hombres con hábitos acabados en dobles plateados, que llevaban sombreros triangulares y luces en la mano. Sonó una campanilla; los viandantes se quitaron el sombrero y se santiguaron. Una bandada de palomas pasó volando por encima, abalanzándose a picotear los excrementos de los caballos.

Esta visión desoladora es la que tiene el patriarca de la familia, Meshulam Moskat en los momentos finales de su existencia.

"¡Un grupo de estúpidos! idiotas!", pensó.
Se arrepentía de todo: de haberse casado dos veces con hijas de familias ordinarias y haber tenido hijos inútiles; de no haber sido más exigente en la elección de yernos; de haber hecho el ridículo casándose por tercera vez; y, sobre todo, de no haber hecho un testamento detallado, indicando el ejecutor y sellado, en el que habría dejado una parte importante para obras de caridad. Ya era demasiado tarde malgastarían su fortuna. Reñirían y se despedazarían entre sí. Koppel robaría hasta el último céntimo. Abram los estafaría a todos. Hama se quedaría sin nada (...) El sol se había puesto, pero el cielo estaba todavía lleno de luz, con nubes enrojecidas por los lejanos rayos del sol, retamas llameantes, ventanas violeta, extrañas criaturas. Un gran trozo de luminosidad bullía y burbujeaba en el centro, amarillo y verde, como si fuera azufre hirviendo, que le recordaba el río de fuego en que su propio espíritu tendría que purificarse. Una mano de luz, brumas, y espacio, tejía y diseñaba patrones confusos, escribiendo algún mensaje secreto. Pero ningún hijo de hombre ordinario podría entender lo que todo aquello significaba. Al menos, ¿encontraría él Meshulam Moskat, la verdad de las cosas en el otro mundo?

Así se describe en la novela la entrada de las tropas alemanas en Varsovia, que hasta entonces había estado dominada por los rusos.

Lucia el sol con fuerza; un viento suave soplaba desde el Vístula. Los porteros estaban regando las aceras y las entradas de las casa con mangueras de goma. Mujeres jóvenes y muchachas caminaban por las calles, llenas de peatones. En la calle Senador, Abram divisó a las tropas alemanas. Los oficiales iban sentados rígidos sobre sus caballos y con cascos acabados en punta en la cabeza, sables en la cintura y botas con espuelas. Nada en ellos indicaba que acababan de llegar del frente de batalla. Pasaban desfilando anchas columnas de soldados, la mayoría de ellos hombres de mediana edad, de hombros anchos, barrigas redondas y con gafas, con pipas de porcelana entre los labios. Golpeaban las botas contra los adoquines, y cantaban con voces roncas unos absurdos balidos, que causaban la risa de la multitud de espectadores. Se oyeron gritos de saludo a los conquistadores.
- Gut´Morgent! Gut´morgent!


1 comentario:

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