Me acuerdo de que, en la botica de mis parientes, se despachaba a los clientes por una ventanilla que daba al portal de entrada, y quien despachaba de ordinario era el que llamaban en el pueblo "el practicante". Este era un hombre más bien alto y delgado, que llevaba una bata o guardapolvos, como antes se decía, que no era blanco, sino de color grisáceo, y no muy diferente, creo yo, del que usaban en la tienda de ultramarinos o coloniales. Por que así se llamaban entonces, muy exacta y debidamente, las tiendas de alimentación, que informaban con su primer nombre de la precedencia de varios de los géneros que allí había y que venían de más allá del mar, como el bacalao, el café, el té, las especias y el cacao para el chocolate, o la vainilla. Mientras que el segundo nombre informaba, por su parte, de que, excepto en el caso del bacalao, esas otras mercaderías que venían de más allá del mar procedían, en general, de tierras que habían sido colonias españolas, en las que los españoles habían trabajado o trabajaban todavía. Y, si se contaba por menudo todo esto, los chicos ya teníamos hecho medio bachillerato, en el "área de sociales", como se dice ahora.
El caso es que, tal y como ahora los evoco a cuenta de que alguien a hecho surgir en mí estos recuerdos infantiles, el señor Felix, el practicante, despachaba por aquel ventanillo resguardado con su guardapolvos, y que lo hacía desde un pequeño mechinal al que se entraba desde la botica propiamente dicha, y era como el laboratorio, en el que se realizaban las llamadas formulas magistrales o composiciones ordenadas por el médico. O también otras, que eran producto de la casa, o del magín del boticario, mi pariente. Pero, en cualquier caso, a mí el señor Felix, trajinando allí con cazos, y frascos, haciendo mezclas y machacando algo, o removiendo luego esas mezclas en un mortero me parecía más bien el mismísimo doctor Fausto de Goethe, que, naturalmente, no tenía idea exacta de quién era, pero sí de que se trataba de un medio sabio y medio brujo, una figura muy atrayente.
En la botica, propiamente dicha, era donde estaban los tarros con sus maravillosos nombres antiguos como "coloquíntida" o "raíz de ruibarbo" que eran de sustancias curativas que ya hacía mucho tiempo que habían caído en desuso, pero que estaban allí porque allí habían estado desde no se sabía cuando, y hasta como curiosidad, y hermosura o extrañeza de la propia sustancia, como pasaba con la "coralina". Y también estaban las balanzas para pesar cosas muy débiles, con pesas muy pequeñitas que apenas se podían tomar entre los dedos, y que se llamaban "escrúpulos"; de manera que ya sabía yo que con los asuntos delicados había que tener escrúpulos; y esa era otra lección que aprendía, entonces, con sólo abrir los ojos y aguzar los oídos. Como con los esterilizadores, por ejemplo, que eran tan misteriosos y dorados, y disponían las vendas y los pañizuelos para que fueran colocados sobre las heridas. Como si fabricaran consuelos para éstas.
El señor Felix, el practicante, también tenía que encender fuego en el infiernillo, algunas veces, para obtener algunas medicinas, después de mezclar y batir en el mortero la mezcla, y entonces era cuando me parecía un sabio y un brujo al completo. La cocción olía, con frecuencia, muy extrañamente, pero, si yo me atrevía a decirlo, el señor Felix, el practicante, se encargaba de explicar que sabía mucho peor, pero que, cuanto peor sabía una medicina, mejor curaba; o, si se trataba de un ungüento, que la curación era más segura cuanto peor olía. Aunque alguna que otra vez se mostraba renuente a todo comentario, embebido como estaba en la preparación del medicamento, porque tenía que mirar a cada instante la receta médica, que, como las escrituras de escribano de las que hablaba Cervantes, ni el Diablo entendería. Pero el señor Felix, el practicante, sí.
Pronto dejarán de hacerse recetas de esta clase, y sólo sobrevivieron algunas de la propia casa o botica, pongamos por caso para los sabañones o las quemaduras caseras; y entonces ya el señor Felix, el practicante, sólo tenía que hacer el artículo del preparado que venía del laboratorio. Y estos preparados venían de ordinario en cajas muy bonitas, y detrás de las cuales se le iban a uno los ojos para utilizarlas como "coseros", para guardar en ellos los muchos secretos que en la niñez se tenían: trozos de espejos, cuerdas, carátulas de las cajas de cerillas, un saltamontes, unas canicas, pinturines, y una moneda que no había que gastar; cosas de mucha más importancia que la que podían sospechar las personas mayores, que de esto no entienden nada, ni pueden entenderlo.
Lo malo era cuando, para tener una caja así, sobre todo si era de inyecciones, tenías que consumir lo que había dentro en tu propia carne, como me pasaba a mí, sin ir más lejos, con unas Vitaminas Lorenzini, que venían en una caja metálica amarilla que tenían una tapa maravillosa. En ella se veía a una jovencita sonriente, que llevaba en sus brazos un haz de mies, en un paisaje idílico. Nadie podía adivinar que lo que había dentro, en unas ampollas muy colocaditas en un cartoné acolchado, doliera tanto al ser inyectado; porque además, aquella jovencita se parecía a Elena la hija de un guarda del campo a la que yo veía llevando también en sus manos un hacecillo de espigueo, y parecía que el señor Felix, el practicante, se gozaba en señalarme ese parecido-no sabía yo si para tranquilizarme o con ánimo traidor- y garantizarme la bondad o lo indoloro del producto. No parecía sino que me estaba haciendo la propaganda de una caja de bombones.
Así que creo que le tomé durante un tiempo un poco de ojeriza, pero esto no borró en mi recuerdo su figura de doctor Fausto, buscando en aquel cuchitril de la botica el elixir de la vida, y sonriéndose de la candidez de mis preguntas sobre los bálsamos y los jarabes. Y hace mucho que le perdoné también la apología que hacía del aceite de hígado de bacalao y del otro aceite de ricino, que era una apología mucho más entusiasta y fraudulenta que la que hacía de las Vitaminas Lorenzini. Pero se ve que, con el tiempo las traiciones se olvidan, y que sólo queda una figura apacible, y la melancolía. Aunque, ahora mismo, cuando hago esta evocación, es como si estuviera viendo aquellos aceites repugnantes en sus frascos.
María, que era quien me los suministraba, me ponía en la mano el caramelo que podía tomarme a seguido de la cucharada, y luego cerraba los cuarterones de las ventanas para que yo ingiriese en la oscuridad aquellos horrores, sin verlos siquiera relucir en la cuchara.
"Tu valiente", decía. "Como si te fueras a casar, que es lo peor que a uno puede sucederle."
Así que, cuando luego leí Judas el Oscuro de Thomas Hardy, y otros alegatos antimatrimoniales, ya no me chocaron, ni fueron novedad para mí.
José Jiménez Lozano
Advenimientos
P.D. Maravilloso texto de los cuadernos de J.J. Lozano. Adviento y advenimiento, significado con una pequeña ironía que en esos cuadernos se trataba de lo que había advenido o sucedido ya en torno al tiempo otoñal y litúrgico del adviento. (2002)
El caso es que, tal y como ahora los evoco a cuenta de que alguien a hecho surgir en mí estos recuerdos infantiles, el señor Felix, el practicante, despachaba por aquel ventanillo resguardado con su guardapolvos, y que lo hacía desde un pequeño mechinal al que se entraba desde la botica propiamente dicha, y era como el laboratorio, en el que se realizaban las llamadas formulas magistrales o composiciones ordenadas por el médico. O también otras, que eran producto de la casa, o del magín del boticario, mi pariente. Pero, en cualquier caso, a mí el señor Felix, trajinando allí con cazos, y frascos, haciendo mezclas y machacando algo, o removiendo luego esas mezclas en un mortero me parecía más bien el mismísimo doctor Fausto de Goethe, que, naturalmente, no tenía idea exacta de quién era, pero sí de que se trataba de un medio sabio y medio brujo, una figura muy atrayente.
En la botica, propiamente dicha, era donde estaban los tarros con sus maravillosos nombres antiguos como "coloquíntida" o "raíz de ruibarbo" que eran de sustancias curativas que ya hacía mucho tiempo que habían caído en desuso, pero que estaban allí porque allí habían estado desde no se sabía cuando, y hasta como curiosidad, y hermosura o extrañeza de la propia sustancia, como pasaba con la "coralina". Y también estaban las balanzas para pesar cosas muy débiles, con pesas muy pequeñitas que apenas se podían tomar entre los dedos, y que se llamaban "escrúpulos"; de manera que ya sabía yo que con los asuntos delicados había que tener escrúpulos; y esa era otra lección que aprendía, entonces, con sólo abrir los ojos y aguzar los oídos. Como con los esterilizadores, por ejemplo, que eran tan misteriosos y dorados, y disponían las vendas y los pañizuelos para que fueran colocados sobre las heridas. Como si fabricaran consuelos para éstas.
El señor Felix, el practicante, también tenía que encender fuego en el infiernillo, algunas veces, para obtener algunas medicinas, después de mezclar y batir en el mortero la mezcla, y entonces era cuando me parecía un sabio y un brujo al completo. La cocción olía, con frecuencia, muy extrañamente, pero, si yo me atrevía a decirlo, el señor Felix, el practicante, se encargaba de explicar que sabía mucho peor, pero que, cuanto peor sabía una medicina, mejor curaba; o, si se trataba de un ungüento, que la curación era más segura cuanto peor olía. Aunque alguna que otra vez se mostraba renuente a todo comentario, embebido como estaba en la preparación del medicamento, porque tenía que mirar a cada instante la receta médica, que, como las escrituras de escribano de las que hablaba Cervantes, ni el Diablo entendería. Pero el señor Felix, el practicante, sí.
Pronto dejarán de hacerse recetas de esta clase, y sólo sobrevivieron algunas de la propia casa o botica, pongamos por caso para los sabañones o las quemaduras caseras; y entonces ya el señor Felix, el practicante, sólo tenía que hacer el artículo del preparado que venía del laboratorio. Y estos preparados venían de ordinario en cajas muy bonitas, y detrás de las cuales se le iban a uno los ojos para utilizarlas como "coseros", para guardar en ellos los muchos secretos que en la niñez se tenían: trozos de espejos, cuerdas, carátulas de las cajas de cerillas, un saltamontes, unas canicas, pinturines, y una moneda que no había que gastar; cosas de mucha más importancia que la que podían sospechar las personas mayores, que de esto no entienden nada, ni pueden entenderlo.
Lo malo era cuando, para tener una caja así, sobre todo si era de inyecciones, tenías que consumir lo que había dentro en tu propia carne, como me pasaba a mí, sin ir más lejos, con unas Vitaminas Lorenzini, que venían en una caja metálica amarilla que tenían una tapa maravillosa. En ella se veía a una jovencita sonriente, que llevaba en sus brazos un haz de mies, en un paisaje idílico. Nadie podía adivinar que lo que había dentro, en unas ampollas muy colocaditas en un cartoné acolchado, doliera tanto al ser inyectado; porque además, aquella jovencita se parecía a Elena la hija de un guarda del campo a la que yo veía llevando también en sus manos un hacecillo de espigueo, y parecía que el señor Felix, el practicante, se gozaba en señalarme ese parecido-no sabía yo si para tranquilizarme o con ánimo traidor- y garantizarme la bondad o lo indoloro del producto. No parecía sino que me estaba haciendo la propaganda de una caja de bombones.
Así que creo que le tomé durante un tiempo un poco de ojeriza, pero esto no borró en mi recuerdo su figura de doctor Fausto, buscando en aquel cuchitril de la botica el elixir de la vida, y sonriéndose de la candidez de mis preguntas sobre los bálsamos y los jarabes. Y hace mucho que le perdoné también la apología que hacía del aceite de hígado de bacalao y del otro aceite de ricino, que era una apología mucho más entusiasta y fraudulenta que la que hacía de las Vitaminas Lorenzini. Pero se ve que, con el tiempo las traiciones se olvidan, y que sólo queda una figura apacible, y la melancolía. Aunque, ahora mismo, cuando hago esta evocación, es como si estuviera viendo aquellos aceites repugnantes en sus frascos.
María, que era quien me los suministraba, me ponía en la mano el caramelo que podía tomarme a seguido de la cucharada, y luego cerraba los cuarterones de las ventanas para que yo ingiriese en la oscuridad aquellos horrores, sin verlos siquiera relucir en la cuchara.
"Tu valiente", decía. "Como si te fueras a casar, que es lo peor que a uno puede sucederle."
Así que, cuando luego leí Judas el Oscuro de Thomas Hardy, y otros alegatos antimatrimoniales, ya no me chocaron, ni fueron novedad para mí.
José Jiménez Lozano
Advenimientos
P.D. Maravilloso texto de los cuadernos de J.J. Lozano. Adviento y advenimiento, significado con una pequeña ironía que en esos cuadernos se trataba de lo que había advenido o sucedido ya en torno al tiempo otoñal y litúrgico del adviento. (2002)
De paso caigo de donde viene la palbra COLONIAL, y eso que era evidente
ResponderEliminarA mi lo de "practicante" me hizo siempre reir, sobre todo cuando se usa la palabrita para hablar sobre alguien que tiene o no fe.
ResponderEliminarLuego está la palabra "mancebo", que a mi personalmente me gusta más para designar aquellos antiguos en la farmacia (de mis amores que es la que me da de comer, la farmacia..jejeje).
Nueva texto interesante, pero jomio cambia el color del blog que me pone malita, antes, celeste, me resultaba más alegre. Manias que tiene una.
Me encantó, Miner.Me encantó.
ResponderEliminar(Luis Simón:
Coloniales...ultramarinos...)
Me alegro que te halla gustado.
ResponderEliminarHistorias parecidas las cuentas tú. Y no ye por nada,están también escritas como las de JJ. Y este es un buenísimo escritor, que tiene un premio Cervantes y todo.
Gracies, Miner. Gracies.
ResponderEliminarY un abrazu.