Busco en la muerte la vida,
salud en la enfermedad,
en la prisión libertad,
en lo cerrado salida
y en el traidor lealtad.
Pero mi suerte, de quien
jamás espero algún bien,
con el cielo ha estatuido,
que, pues lo imposible pido,
lo posible aún no me den.
Don Quijote XXXIII
Algunos domingos Manuel y Antonio Machado, Villaespesa y, el mismo Cansinos iban a verle al sanatorio El Rosario. Las voces y las risas se apagaban, lo mismo que el sol poniente, cuando trasponíamos la verja del sanatorio y cruzábamos el jardín, ya en sombra, donde cantaba una fuente invisible.Una enfermera, discreta, pulcra y sigilosa, nos guiaba hasta el departamento que allí ocupaba el poeta de las rimas. Una habitación medianamente grande, con ventanas al jardín, confortable como un cuarto de hotel caro, en la que había luz encendida. Una mesa, con libros y papeles en el centro, una chimenea francesa en uno de los testeros, con retratos, flores y libros sobre su tapa de mármol. Y en aquel marco de selección, el poeta, pulcro, correcto también, joven, fino, pálido, serio y triste, con unos grandes ojos negros y melancólicos, un bigotillo negro y una barbita en punta, como la de D`Annunzio, tendiéndonos la mano suave y pálida, lacia, en un gesto de fría cordialidad, con una sonrisa que dejaba ver sus dientes blanquísimos de no fumador.-¿Eres feliz, hombre!-exclamaba Villaespesa-. No te falta nada...Y tienes muy buen aspecto, ¿verdad?Y nos interrogaba a todos. Todos asentíamos.-Psch... En realidad, no tengo nada concreto-Explicaba Juan Ramón-. Solamente esta tristeza, esta angustia, esta inquietud, el corazón, no sé. El doctor Simarro me dice que son los nervios y me receta bromuro a todo pasto. Pero ¿qué tiene que ver el bromuro con esta tristeza?...Es que la vida es triste. Me dice que haga por alegrarme y distraerme, pero, ¿Cómo alegrarme? Si a mí me asusta la alegría. Las cosas alegres me ponen más triste.El ayudante del doctor Simarro, un mediquito joven y estúpido, que cuando a veces me siento morir y lo llaman, viene, me toma el pulso y se echa a reír, y dice "¡Vaya! lo que usted tiene son dengues. Usted lo que tiene que hacer es venirse conmigo y con unas pelanduscas a la verbena y coger una pítima. "Pero si me estoy muriendo -le digo yo-. ¡Si me va a dar un colapso!" Y el idiota se ríe "¿Qué se va a morir? Bobadas aprensiones. Ande y véngase a la verbena" "¡Qué horror, a la verbena! ¡Sería terrible! Morir allí de pronto, entre aquel ruido y aquella alegría, entre borrachos y mujeronas con mantones de manila. ¿Pero es que no existe la muerte repentina? ¡No reza la iglesia en oración!: "¡De la súbita muerte, del rayo y de la centella, líbranos, Señor!"
Juan Ramón Jiménez regresó a España, ya casado con su novia neoyorquina , Zenobia Camprubí, hija de un anticuario catalán que se ha enriquecido en Norteamerica. Ese matrimonio que ha salvado de la indigencia al poeta de Rimas, que últimamente- según don Julio del Moral- vivía de la munificencia de Martínez Sierra-, le ha costado a aquel esfuerzos heroicos. JRJ conoció a su Zenobia en el curso de un viaje que ésta hizo con sus padres a la península. Los padres de la joven, enterados de la precaria situación del poeta, se opusieron tenazmente al noviazgo y, para que no siguiera adelante, se llevaron a su hija a Nueva York. Pero el abúlico y desencantado JRJ no se arredró por ello y, ayudado por amigos poderosos, lo arreglo todo para presentarse dignamente en Nueva York y hasta reunió un lote de cuadros de primeras firmas como regalo para el futuro suegro. Éste acabó por rendirse y la boda se celebró.