miércoles, 19 de septiembre de 2012

EUGENIA DE MONTIJO Y NAPOLEÓN III

Doña María Manuel había quedado viuda del con Cipriano en 1839. La condesa viuda de Montijo, una vez transcurrió el tiempo que señalaban los cánones sociales para el luto riguroso abrió los salones de su palacio de la plaza del Ángel a sus amistades. Doña María tenia dos hijas Francisca y Eugenia la primera contrajo matrimonio con el mejor partido de España en aquel entonces, el duque de Alba, y la segunda, con el mejor de Europa, el emperador Napoleón III. Hay historiadores que dicen que fue en una fiesta celebrada en el antiguo palacio de Ariza en la que se conocieron Eugenia y Napoleón. Otros afirman que fue en Londres, después de haberse evadido el entonces príncipe Luis Napoleón. Cuanta la leyenda urbana que cuando Eugenia le estaba enseñando la casa a Napoleón, este le preguntó con inocencia:
-¿Y por dónde se va a vuestro dormitorio, Eugenia?
-Por la Iglesia, señor-contestó no menos inocencia la muchacha.
Parece ser que esta anécdota es falsa. Está sacada de una novela sentimental alemana. Pero al Bigotudo Bonaparte, si es que había por su venas algo de los Bonaparte !Ay dudas!, tenia una pasión y esa eran las mujeres. A pesar de su nefritis crónica, de sus ataques de reuma y su misantropia, era un piraban y le fue constantemente infiel a Eugenia. Napoleón III no inspiraba simpatías a los que le rodeaban por la reserva y frialdad de su carácter. Fue un hombre lacónico, misterioso, que fue haciéndose cada vez más taciturno. "En ocasiones parece un sepulcro", decia Eugenia. Nadie sabía lo que pensaba. Las malas lenguas de las Tullerías afirmaban que las habitaciones de Su Majestad Imperial eran frecuentadas a altas horas de la noche por las mujeres más linda y elegantes de París. Su criado Félix era el depositario de estos secretos. La emperatriz nada pudo nunca contra el poder de Felix.
Muertos todos los suyo, retirada en su casa de Farnborough en el Lancashire, cerca de las tumbas de su marido y de su hijo el  Príncipe Imperial, ciega en sus últimos años, la emperatriz Eugenia pagó con usura cruel las dichas que disfrutó en la primera mitad de su vida. 

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