jueves, 14 de junio de 2012

LOS PECES NO CIERRAN LOS OJOS

Un escritor pone sus pensamientos en los libros que escribe y, si me gustan, los guardo en el desván de la memoria y los dejo allí hasta que tenga la oportunidad de sacarlos para hacer uso de los mismos; los tomo prestado. Erri De Luca es un escritor italiano que proporciona muchos. Como su hermana, que de mayor quería recorrer el mundo con un circo, se quedó en Nápoles, pues fuera de allí no existe circo más enorme.
En la novela, Erri de Luca cuenta los recuerdos de un verano que pasó con su madre en un pueblo costero de Napoles cuando tenía diez años. Allí conoce a una niña mayor con la que descubre las palabras amor y justicia. Le debo la liberación del verbo amar, que en mi vocabulario estaba bajo arresto.
El desván de mi memoria es el blog:
(...)Me gustaba estar resguardado del ocaso, no ver el fin certificado del día, con el sol embutido dentro del mar. Entonces prefería el alba. Hoy busco el ocaso en cada isla que llego. Voy al Oeste a la hora en que se vacía dentro del agua. Hoy rebano hasta la última luz del plato del horizonte. Albas he visto durante toda mi vida y también ahora, pero las de ahora son solo el vicio de despertarme con la oscuridad.
(...)Habíamos nacido después de la guerra, era la espuma que queda después de la marejada. 
(...)El descubrimiento de la inferioridad sirve para decidir sobre uno mismo.
(...)A los diez años se está en un envoltorio que contiene toda la forma futura.
(...)Destino, según su definición, es una trayectoria prescrita. 
(...)Yo creo en lo que veo escrito. Hablando se dicen un montón de mentiras. Pero cuando uno lo escribe entonces es verdad.
(...)Ella escuchaba con los ojos también.
(...)Era enemiga de cualquier cosa que acabara.
(...)La isla era mano abierta, en Septiembre las vides estaban hinchadas, pedían ser recolectadas. El racimo aplastado en la boca, grano a grano, descalzo en la tarde sobre la tierra dichosa por los pasos de un niño; aquello era la más justa de las gracias, no alcanzada por plegaria alguna.
(...)El tacto es el último de los sentidos al que presto atención. Y, sin embargo, es el más difuso, no está en un órgano como los otros cuatro, sino esparcido por todo el cuerpo.
(...)Saldría una tarde por la puerta cuya llave nunca tuve. Cerré despacio y bajé los más hondos escalones de mi vida, que no volvería a subir para habitar de nuevo. Recorrí aturdido el camino hacia la estación, en la cabeza retumbaban los adioses que nunca había dicho.


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