martes, 15 de noviembre de 2011

JANE GARDAM


El verano anterior a la guerra, Pat tenía diecisiete años y Eddie dieciséis. Los días eran como semanas y parecían tan interminables como los veranos de la infancia. Caminaban Kilómetros y Kilómetros, y al final del día, cuando los ratos de sol eran seguidos de rescoldos de nubes y de la brillante llovizna de Lancashire, se detenían en el camino de entrad a la mansión. En la cañada, con mayor puntualidad que el crepúsculo, los obreros de la fábrica salían en dirección a sus casas después de la sirena de las cinco, ascendiendo en filas por The Goit y cruzando los bosques por los caminos de losetas desgastadas y pulidas por generaciones de zuecos. A veces, al detenerse en el paseo arbolado, si el viento soplaba de esa dirección, podían oír el ruido metálico  como de herraduras, de los zuecos repiqueteando sobre la arenisca igual que castañuelas.
Al reanudar la marcha, los dos niños contemplaban al coronel, que con un velo sobre la cara esparcía un humo negruzco por una especie de embudo y maldecía a sus abejas.
-Si al menos no armaran tanto jaleo con esos dichosos bichos...-dijo Pat-.¿te ayudo, papa?
-No, ¡largaos de aquí! Corréis peligro de muerte. Se han desmandado.

El viejo juez
Jane Gardam

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