domingo, 9 de octubre de 2011

DALÍ, MIRÓ Y EL FINAL SURREALISTA DEL SURREALISMO


En un momento determinado, encontrándose Dalí en Cadaqués, apareció en el hotel de esa población un grupo de literatos y artistas surrealistas franceses. Venían a ver a su entrañable amigo. Casi todos eran personalidades pontificales de la escuela que en aquel momento alcanzaba, por el mero hecho de existir -evidentemente, a base de publicidad no pagada-, una mayor difusión propagandistica. En el grupo se encontraba el gran poeta francés Paul Éluard y una señora llamada Gala, de extracción rusa, su esposa. No sé exactamente que sucedió. Lo único que puedo decir es que Gala  abandonó a su marido y se unió a Dali. El hecho se produjo y tuvo una consecuencia considerable que consistió en lo siguiente: el poeta abandonado se dedicó a enchufar a Miró de forma sistemática a diestro y siniestro lo que  le convirtió en una especie de genio universal indiscutible. Tras los acontecimientos de Cadaqués, ni Eluard, ni Dalí ni Miró quisieron volver a oír hablar del surrealismo. El primero por caridad; el segundo por discreción; el tercero para no perder su enchufe. Y este fue el requiescat in pace del surrealismo francés y en definitiva del surrealismo continental.

Conocí a Miró en la capital de Francia en 1920, es decir en la primera etapa como periodista en el extranjero.
Con mis amigos Lluís Mercadé y Enric C. Ricart iba a menudo a cenar a una crémerie del Boulevard de Montparnasse, barata, macilenta y triste. A veces nos acompañaba Metzanov, un griego del Mar Negro, dibujante de frivolidades, Que Mercader había conocido en Munich. Un día se presentó en el establecimiento un muchacho bajito, regordete sonrosado, tieso, muy bien vestido con una ropa de color de hoja muerta y corbata colorada, tierno y fino. Llevaba bombín, presentaba unas mejillas admirablemente afeitadas y saludables, todo lo que llevaba estaba perfectamente conjuntado y bien dispuesto, todo era nuevo, el reloj de pulsera le marcaba la hora exacta, las uñas eran unos pequeños sorbos de rocío, la raya de los pantalones le caían verticalmente sobre las polainas que cubrían sus relucientes zapatos. Era Joan Miró, que hacía muy poco tiempo había desembarcado en la estación del Quaí d´Orsay.
Tras las presentaciones de rigor, Miró colocó con el mayor cuidado su sombrero en el perchero, se acercó a la mesa y se sentó muy acicalado en una silla después de haberse puesto con dos dedos los pantalones de manera que la raya se le conservarse implacablemente. Todos aquellos movimientos me divirtieron, porque por aquel entonces-yo vivía  en un mundo periodístico mas bien zarrapastroso. Como ya había cenado, pidió un café  con leche. Echó dos terrones de azúcar con la punta de los dedos en el líquido mientras ponía los labios en forma de culo de gallina y las pupilas de los ojos azul grises se convertían en dos bolitas de una esfericidad perfecta. Aquellos dos ojos me impresionaron de inmediato, hasta el extremo que su presencia me hizo olvidar el resto del cuerpo de mi amigo. Parecían dos perdigones ampliados, aumentado, dos bolitas glaciales, de una forma interna obsesiva, que a veces recordaban los ojos de un payaso, otras los de los maniquíes de los escaparates de sastrerías modestas, otras los ojos de un alucinado. Aquellos dos ojos que a veces se detenían en una fijeza impresionante y tenían la inmovilidad de unos ojos hipnotizados puestos sobre un cuerpo tieso y rígido, incómodo y ligeruela grotesco, daban una impresión de cosa extraña, prácticamente nunca vista. Si la gente tuviera los ojos de este joven- me dije-, el aspecto de la humanidad sería distinto. y lo que más sorprendía, quizás, era la absoluta perfección del órgano visual: la circunferencia perfecta del cristalino, la simetría matemática de todos los elementos, el aspecto modélico que tenían. Eran inquietantes precisamente por parecer tan perfectos. Eran unos ojos hecho expresamente, mecánicos, modélicos.

Grandes tipos 
Josep Pla 

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