sábado, 24 de septiembre de 2011

LA GLORIA DEL SOL



Una noche fui a tenderme en un campo de girasoles. Una selva de girasoles más bien, una auténtica jungla. Encorvados sobre sus tallos pelosos, dormían con la cabeza gacha, sus grandes y redondos ojos negros, de largas cejas amarillas, nublados de sueño. Era una noche serena, el cielo cuajado de estrellas desprendía destellos verdes y azules como el interior de una inmensa concha marina. Dormí profundamente y al amanecer me despertó un suave ruido. Sonaba como si un grupo de gente caminara descalzo por la hierba. Contuve la respiración y agucé el oído. Desde el campamento cercano llegaba el rugido apagado de los motores y el sonido de unas voces roncas que se llamaban las unas a las otras en el bosque, cerca del arroyo. Un perro ladraba a lo lejos. En el horizonte el sol resquebrajaba la cáscara de la noche, y se alzaba rojo y ardiente sobre la llanura refulgente de rocío. El ruido ganaba intensidad a cada minuto; en un momento dado parecía una quema de brozas, al siguiente, un gran ejército avanzando con cuidado a través de un campo de rastrojos. Yo contenía la respiración sin levantarme del suelo, y observaba cómo los girasoles  iban separando sus pestañas amarillas para, poco a poco, terminar abriendo los ojos.
De pronto me di cuenta de que los girasoles levantaban la cabeza y, girando con suavidad sobre su alto tallo, dirigían su gran ojo negro hacia el sol naciente al tiempo que dejaban oír un crujido cada vez más fuerte. Un movimiento lento, cadencioso, mayestático. La jungla entera de girasoles se volvía para admirar la gloria del sol en su primera hora, y hasta yo miré hacia oriente para ver el sol levantarse despacio entre los cárdenos vapores del alba y las nubes de humo azul procedentes de los incendios que ardían al fondo de la llanura.

Kaputt
Curzio Malaparte

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