viernes, 4 de marzo de 2011

EL PAMPERO



El aspecto de la llanura era diferente durante lo que llamaban allí un "año de cardos"; los cardos gigantescos que normalmente ocupaban áreas bien definidas o crecían en zonas aisladas, parecían de pronto surgir de todas partes y, durante toda una estación, cubrían la mayor parte del terreno. Aquellos años exuberantes, las plantas crecían tan apretadas como los juncos o las espadañas en sus lechos y alcanzaban mayor altura de lo habitual, llegaban a medir hasta tres metros. Resultaba asombroso ver crecer una planta que tiene hojas casi tan grandes como las del ruibarbo con los tallos casi tocándose entre sí. Si uno se quedaba entre los cardos en la época en que estaban creciendo, podía, en cierto sentido, oírlos crecer, porque las enormes hojas se liberaban de aquellas angosturas con una sacudida y producían una especie de crujido.

Para el gaucho, que se pasa más de media vida a caballo y que ama su libertad tanto como un pájaro, los años de cardos eran épocas de limitaciones odiosas.Cuando iba a caballo, se veía obligado a seguir los estrechos caminos de herradura y a encoger o estirar las piernas para apartarlas de las largas espinas. En aquellos tiempos primitivos y salvajes los gauchos pobres no solían tener otro calzado que un par de espuelas de hierro.

El cardo muerto suponía un incordio tan grande como el cardo vivo, y a veces seguían en pie, muertos y secos, durante diciembre y enero, cuando los días eran más calurosos y el peligro de incendio estaba en boca de todo el mundo. En esa época, la visión del humo en la distancia hacía que todos los que lo veían montaran a caballo y volaran a donde estaba el peligro, para tratar de detener las llamas haciendo un cortafuego. Una forma de hacer el cortafuego era echarle el lazo a unas cuantas ovejas del rebaño más cercano, matarlas y arrastrarlas a galope a través del denso bosque de cardos hasta que se limpiaba un hueco suficiente para apagar y extinguir las llamas con mantas de caballo.

Durante Diciembre y enero, mientras seguía en pie aquel mundo desolado, peligros y amenazador de los cardos muertos y secos como las yesca, el deseo y la esperanza de todo el mundo era la llegada del pampero, el viento del sudoeste, que durante el buen tiempo llega de modo muy repentino y puede soplar con extraordinaria violencia. Y por fin llegaba, normalmente por la tarde de un día de calor agobiante, después de que el viento norte hubiese estado soplando de forma persistente durante días como el aliento de un horno. Por fin, cesaba aquel viento odioso y una penumbra extraña, no producida por ninguna nube, cubría el cielo. Poco a poco, se iba formando un nubarrón, una nube pesada y oscura, como una montaña que se fuera haciendo visible a una enorme distancia en la llanura. Al cabo de poco tiempo, cubría ya la mitad del cielo, había rayos y truenos y empezaba a llover a mares, y en ese mismo instante, el viento golpeaba y rugía entre los árboles inclinados y sacudía la casa. A lo sumo en una o dos horas, todo habría terminado y, a la mañana siguiente, los odiados cardos habrían desaparecido, en todo caso, estarían caídos en el suelo.

Allá lejos y tiempo atrás
W.H. Hudson
El Acantilado

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