domingo, 2 de enero de 2011

CUENTOS DE GALITZIA

CUENTOS DE GALITZIA
ANDRZEJ STASIUK
ACANTILADO

LUGAR

Todo debió de empezar en invierno. Es entonces cuando hay más tiempo y el transporte es relativamente fácil. Si en aquel entonces la frontera de los bosques discurría mas o menos por donde hoy, los abetos más cercanos se encontrarían a un kilómetro cuesta arriba. Había que encontrar los mejores, gruesos y rectos, que crecen donde da el sol. Y a continuación talarlos.
Observando el esqueleto de columnas inclinadas que sustentaban el templo, el grosor de éstas daba idea de la magnitud del antiguo bosque. Algunos de los árboles usados para la construcción debían de medir cerca de un metro de diámetro en  la base. Las sierras eran manuales. Entre dos hombres tardaba un día entero en cortar un árbol. Serraban, clavaban cuñas de madera, se iban quitando la ropa hasta quedarse, a pesar del frío, en camisa, de la que salía vapor. Los últimos instantes estaban llenos de inquietud. Aguzaban el oído, pendientes de los chasquidos que producen las fibras al romperse cuando el árbol inicia su lenta caída. Después tocaba podar las ramas más gruesas y ya se podía enganchar los caballos al tronco gris plata. Seguro que reventaban los arneses y se quebraban las cadenas. Antes de que -sorteando hoyos de árboles partidos por el viento- consiguieran salir a la linde del bosque, el lomo de los animales humeaba igual que una hora antes el de los hombres. Una vez en la bajada, la cosa era ya más fácil. Si habían pasado antes por allí otros tiros, en la nieva quedaba un profundo surco. ¿Cincuenta árboles? ¿Cien? ¿Más? Muchos, en cualquier caso, para tratarse de una aldea que apenas constaría de unas veinte chozas. Había partes donde los caballos se hundían hasta el vientre.
Aquí el invierno acaba tarde. En abril todavía se dan las ventiscas y las noches son gélidad. La llegada de la primavera viene precedida por la estación del barro, durante la que los colores se mezclan sin cesar. El blanco pugna con el negro, con el gris, con el primer verde. Laderas y valles cambian constantemente de aspecto. Lo que el sol derrite lo recupera la nevada nocturna.
(...) En los día apacibles y calurosos, el aire se notaba espeso de aromas balsámicos, como si la  materialización del templo se llevara a cabo en el espacio de todos los sentido. El repiqueteo de las herramientas, multiplicado  por el eco, reverberaba por el valle hasta dar con una salida o perderse en el vacío del cielo. El sonido agudo de las sierras, los hachazos que modelaban las juntas de los ángulos, las órdenes y maldiciones de los capataces al izar el siguente madero preparado.
En otoño seguramente todo estaría terminado. Estaban clavando las últimas tejas. La forma se había cerrado. Dentro estaban poniendo el suelo. Un fragmento del mundo había sido arrancoado de él y elevado a otra esfera. Como el profeta Elías de la parte izquierda del iconostasio.

Andrzej Stasiuk

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