miércoles, 28 de julio de 2010

LA REVOLUCIÓN NO TIENE VERDUGO



"Se derraman más lagrimas por plegarias atendidas que por las no atendidas"
S. Teresa


Luis Martín Guzmán escribió un libro titulado El águila y la serpiente. En éste libro, se habla de México, la revolución y sus protagonistas, Villa, Zapata, Obregón, Gutiérrez.
Luis Martín Guzmán nos cuenta dos episodios de los que fue testigo:

Tras tomar en combate una aldea, un general del ejército revolucionario se enfrenta al problema de pagar a las tropas. No tarda en dar con la solución: manda a su ordenanza que detenga a las cinco personas más ricas de la aldea y que le diga los nombres. Su ordenanza las encuentra con facilidad y las lleva ante el general. Éste hace dar un paso al frente al primero, Carlos Valdés, y le dice: "Señor Valdés, en virtud del poder que se me ha otorgado le doy doce horas para depositar cinco mil pesos en la tesorería de la brigada". Al segundo le da quince horas para depositar seis mil pesos; al tercero , dieciocho para siete mil pesos; al cuarto, veintiuna para ocho mil pesos; al quinto, veinticuatro para nueve mil pesos. Cuatro de ellos se quedan boquiabiertos, pero uno, el primero, protesta: "¡Doce horas para depositar cinco mil pesos! Ni en sueños. No podría reunir toda esa plata ni en un año, se lo juro, no digamos en doce horas. Así que conmigo no tiene que hacer esperar al verdugo: mándeme ahorita a la horca...". Irritado y solemne, el general respondió: "La revolución, señor Carlos Valdés, no tiene verdugo y tampoco lo necesita".
Hizo de verdugo un cabo, y al día siguiente, a las siete y cuarenta y siete de la mañana, Carlos Valdés fue ahorcado. Los otros cuatro, tras asistir a la ejecución, pagaron. Más tarde contando los pesos, el general dijo a sus ordenanzas: "Han pagado todos". "Todos menos Valdés", repuso el ordenanza. Y el general: "Yo ya sabía que no iba a pagar. No tenía ni para su entierro. Pero, si lo colgaba, estaba seguro de que los otros pagarían".

Segundo episodio. Guzmán va a ver a Villa y lo encuentra al lado del telégrafo, indignado y nervioso, esperando noticias sobre una batalla que sus hombres estaban librando. El telégrafo empieza a repiquetear: han ganado la batalla, ha habido tantos muertos, tantos heridos, tantos prisioneros. ¿Qué hago con los prisioneros?, preguntaba el comandante de la columna. La pregunta irritó a Villa: "¡Cómo! ¿Qué hacer? ¿Qué es lo que se debe hacer? ¡Fusilarlos!". Luego, dirigiéndose a Guzmán y a un tal Llorente que estaba con él: "¿Qué les parece, caballeros? ¡Preguntarme a mí qué hay que hacer con los prisioneros!". Y, una vez que hubo dado la orden de fusilarlos, vuelve a preguntar: "¿Qué les parece?". Pálido como un muerto pero firme, Llorente responde: " Con toda franqueza, general, a mí me parece que no es una orden justa".
Guzmán cerró los ojos, esperando que Villa sacase su pistola y castigase esa desaprobación. Sin embargo, pasado un momento de silencio, Villa, con tono pausado, le pidió a Guzmán su opinión. Y entonces Guzmán le dijo: "Mi general, el hombre que se rinde perdona la vida de otro, u otros, dado que renuncia a morir matando. Por ello, quien acepta la rendición está obligado a no condenar a muerte". Villa lo miró fijamente, luego se puso de pie de un salto y casi gritando le dictó una contraorden al telegrafista, exigiendo respuesta inmediata. Llegó veinte minutos después, veinte minutos que Villa pasó muy angustiado. Cuando supo que los prisioneros estaban salvos, "agarró un pañuelo y se lo pasó por la frente para enjuagarse el sudor". Esa misma noche, en la cena, dijo a a Guzmán y a Llorente: "Muchas gracias, amigos, muchas gracias por lo de esta mañana, por el asunto de los prisioneros..."

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